Por Enrique Pinti

El hombre de la calle ve tanta causa armada, tantos fallos condenatorios a gente que años después resulta haber sido inocente y tantos veredictos que absuelven a sujetos que luego se comprueba que habían sido culpables, que es bastante lógico entender el temor que la sociedad siente ante los que deberían ser los guardianes de nuestra seguridad jurídica.
Dejamos pasar cosas porque no nos toca a nosotros sufrir la injusticia, pero cuando algún desastre sucede en nuestras vidas sentimos en carne propia la frustración de ver nuestros derechos avasallados e ignorados. Entonces gritamos y nos quejamos ante la indiferencia del mundo.
Lo mejor es conocer las leyes. Pero no todos tienen acceso a esos estudios; es más, hay personas que proceden mal sin saber siquiera que están delinquiendo. Por supuesto que esto no puede aplicarse a los que asesinan, violan o torturan a un semejante, porque aún en el caso de que no tengan real conciencia de lo grave de su conducta, el daño que ocasionan es tan irreparable que la Justicia no puede ser ciega. Pero aún así puede y debe discriminar gravedades, móviles, cuadros psicológicos y posibles alteraciones mentales que no son disculpa ni excusa válida, pero que califican los hechos en forma determinante. Todo eso lleva tiempo pero no puede ser una eternidad. Son tantas las manos por las que pasan expedientes, informes, declaraciones, testimonios, denuncias y pruebas que al convertirse en burocracia favorecen adulteraciones, sobornos, corrupciones. Y, finalmente, culpables libres e inocentes manchados para siempre por la sospecha inmerecida o agonizando en vida por fallos desfavorables. La honra de los hombres es mucho más frágil de lo que parece. Un paso en falso, una expresión errónea, estar en el lugar equivocado a la hora no indicada, son sucesos que pueden acarrear la ruina y la deshonra. Por eso es tan delicado juzgar y como los que juzgan son humanos pueden cometer errores gravísimos por prejuicios o, peor aún, por odios personales, cambio de favores y negociación de ascensos con el poder de turno.
Pero, curiosamente, los grandes estafadores que desde el desproporcionado poder comenten crímenes espantosos con quiebras fraudulentas, operaciones financieras, destrucción de la productividad o tráfico de armas y de personas, muy rara vez caen en manos de la Justicia que, además de ciega, es sorda y muda.
Las pequeñas injusticias, los pequeños abusos, los maltratos o la indiferencia por los millones de personas dejadas de lado en medio de la miseria, el abandono, la estafa, la pérdida de sus ahorros, siempre a merced del engaño, el robo o la delincuencia, necesitan una justicia equilibrada que no sea salvaje, vengadora, sangrienta y feroz, ni tampoco burocrática, lenta y acomodaticia.
La perfección no es fácil, pero el camino hacia ella sin prisa y sin pausa posible.
Publicado en la revista "La Nación" el día 8 de mayo de 2011

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